jueves, 23 de diciembre de 2010

Elsa

No sabía de días porque vivía en un mundo donde no había fechas ni calendarios. Su reloj se detuvo en los años 30, época que para los viejos nostálgicos era más simple, pero que para las mujeres valientes fue una tortura. No sólo porque había que callar las pasiones, los miedos, las aventuras, sino porque había que pretender ser quien no se era.

Ella era una mujer valiente, perseverante y decidida. Tierna y romántica, también. Supo vivir con lo que tenía, que a veces no era más que un saco de harina para hacer pan y seis bocas para alimentar. En esos días, miraba por la ventana hacia el campo de flores, pero no le recordaban momentos más alegres. Le traían a la memoria ese tiempo en que ensangrentó sus manos cortándolas para llevarlas a Valparaíso.

No sabía de días, porque una noche su cabeza decidió que no seguiría trabajando. Su memoria se extinguió como esas lámparas de gas que alguna vez hubo en su casa. Amaba las aceitunas pero una tarde olvidó cómo se llamaban. Otro día, tal como esas brisas que pasan rápido y levantan las faldas a las niñas desprevenidas, olvidó su nombre y el del que amó toda su vida. Sabía que su cuerpo seguía estando ahí, pero ya no lo reconocía. Por las noches, cuando sentía roncar a alguna de sus hijas que se turnaban para cuidarla, solía tocarse por completo. Desde los pies hasta llegar a su cabello, para ver si se reconocía. Luego trataba de gemir como en los tiempos idos, pero en eso despertaba a su guardiana y alcanzaba a mascullar un "quiero ir al baño", para que no la sorprendieran en tan secreto afán.

Durante los veranos, se quedaba mirando los damascos. Esa fruta tan llena de color y con un cuesco rugoso al centro, llena de fibras, llena de olor, le recordaba algo. Tal vez un verano en el que con sus primos y hermanas se tiraban piqueros en el río, y salían corriendo del agua a comer esa fruta olorosa.

Sus últimas palabras, a los 94 años, fueron una anécdota. En cambio su familia las interpretó como una señal, un camino a seguir. Ella dijo "miren por la ventana". Nadie, mas que ella, sabrá que significaban.

(Te extraño, Elsa)

domingo, 5 de diciembre de 2010

La Nación y sus viudos

Cuando apareció en los medios que el diario La Nación se cerraba, los comentarios celebraban, casi en forma unánime, la medida. "Esos periodistas ahora van a saber lo que es trabajar", "sólo se dedicaban a hacer campaña por la Concertación", y así.

Es cierto que este diario venía decayendo hace tiempo, pues contaba con una baja lectoría en su versión papel. También es cierto que hubo quienes lo usaron para hacer campaña de una manera tan burda, que el proselitismo de otros medios pasaba colado.
Pero esos tienen nombre y apellido. Y la historia se encargará de ponerlos en su sitio.

Para quien nunca estuvo en el edificio de Agustinas es difícil entender la mística que existía en ese lugar de trabajo. Tampoco sabían que allí se escribían cosas que en otros medios se callaban. Se hablaba de pobreza de una forma diferente, tanto que la sección Sociedad fue finalista con varias crónicas el año 2007 del premio Pobre el que no cambia de mirada. Uno de los trabajos, de Antonio Valencia, era una infografía con la foto de una familia que vivía con $120 mil pesos al mes. En ella, se detallaba en qué se gastaba la plata el clan. Otra crónica, de mi autoría, hablaba de la estafa de la educación secundaria técnica, que prometía una salida laboral digna, que pocas veces se cumplía.

Allí me formé como periodista de Educación. Más que eso, allí aprendí a escribir. Aprendí a distinguir noticia de anécdota, aprendí a escuchar. Aprendí que en el trabajo, si hay mística y ganas, se pueden hacer grandes cosas. Que un equipo unido, aunque sean cinco gatos, puede mover a un diario completo. Que las convicciones hay que pelearlas, que la autocensura puede ser la peor enemiga de un periodista. Aprendí de personas valientes, y también de las que no lo eran, a enfrentar las presiones, los cambios de titular, los retos del jefe.

Sin embargo, la anécdota de un puñado de periodistas no tendría valor si no fuera porque esos periodistas se la jugaron por decir cosas diferentes. Esa es la gran pérdida tras el cierre de un periódico de 93 años de historia: se calla una voz distinta, se da una señal de que no vale la pena pelear por interpretar la realidad lejos del duopolio. Lejos de la tele, de los realities y la farándula.

Golpeábamos a los grandes, aunque ellos tenían 40 autos para salir a reportear y nosotros, dos. Nunca había plata, pero la cobertura se hacía con pasión. A pesar de que sabíamos que pocos nos leían. Hablábamos de cómo las mujeres de la cárcel se las arreglan para tener sexo, de lo que pasa en los campamentos, de cómo es el invierno en las casas chubi, de las escolares embarazadas, de los robos de los dueños de las escuelas subvencionadas. Teníamos una sección, "Yo acuso" en la que perseguíamos a las empresas para que se hicieran responsables por sus errores. Cosas chicas, pero relevantes a la hora del servicio público. Una vez, conseguimos que Lan recuperara una maleta perdida y otra, que una inmobiliaria se hiciera cargo de una mala venta de una propiedad.


En fin, los que quedamos viudos de La Nación sabemos lo que ocurrió en ese edificio de calle Agustinas. Los que leían el diario porque seguía persiguiendo a los violadores de los derechos humanos; las minorías de cualquier tipo; los que nunca salen en los medios, también lo saben. Por eso, estuvieron en la despedida. Porque se quedaron un poco más solos, igual que nosotros.