domingo, 7 de febrero de 2010

Viva el cambio

En diciembre de 2009 tomé mis cuadernos de notas y mis grabaciones, mis libretas de teléfonos y uno que otro archivo Excel y me fui caminando por Avenida Vicuña Mackenna hacia mi casa. Había renunciado al diario La Tercera, trabajo que por dos años me tuvo entretenida y angustiada. Me sentía libre. Luego de un par de cervezas en casa con los amigos de siempre, decidí que sería bueno descansar un poco antes de empezar con el nuevo desafío: Un mes encerrada en el Canelo de Nos, un centro de eventos que en tiempo de dictadura fue refugio de la “jipi-izquierda”.
El cuento era simple: Había sido seleccionada para ser profesora por dos años en una escuela de Puente Alto, comuna ubicada al sur de Santiago, a la que el resto de la ciudad llama despectivamente “Puente Asalto”. Uf.
No sabía a lo que me enfrentaba. Llegué el domingo 3 de enero al Canelo, perdida, con una maleta prestada y con mucho calor. Me dieron un kilo de papeles, me explicaron que compartiría cabaña con cinco chicas más y luego me llamaron para la cena.
Durante la comida, comenzamos tímidamente a conversar. Uno dijo que quería tener un colegio y que por eso estaba ahí. Otro, señaló que para él era un experimento esto de ver si conseguía sacar algo en limpio de estudiantes a los que nadie les tiene fe. Algún valiente se lanzó con la palabra “misión”.
Yo, en tanto, escuchaba y preparaba mi respuesta. Pero no es fácil explicar por qué tomé esta decisión. No me siento santa, ni mártir. Es un trabajo difícil, pero tampoco digamos que me voy a convertir en una especie de heroína del pueblo. No.
Entonces, ¿Por qué estoy aquí? “Emmm, bueno, me parece que a través de la educación es posible hacer un cambio social importante, porque creo que es la herramienta de movilidad social más potente…etc,etc”. Pasé la prueba, aunque interiormente dudaba de mis razones para estar ahí.
Durante la segunda semana el recuento iba así: ya había pasado por dos crisis de llanto, un intento de deserción, y tres discusiones con mis compañeros de encierro; una a los gritos y dos más calmadas. Mi círculo de amigos se estaba aburriendo de mis historias sacadas de manicomio. Mi madre me preguntó un día “¿Quieres renunciar? Yo te apoyo”. Tanta era la carga de trabajo y la responsabilidad de tener que hacerlo todo perfecto que hasta extrañé las largas jornadas de los viernes en La Tercera: Allí por lo menos nos dábamos un rato para pedir comida por teléfono y reírnos de lo que pasaba a nuestro alrededor, desde la última locura de Chávez hasta la muerte tan bizarra de Michael Jackson. Allí no había quien se creyera perfecto. Acá, en este reality de los nerds, nadie rió durante las primeras dos semanas. Nadie vio las noticias, nadie se atrevió a salir del molde: despertar a las 6 de la mañana y trabajar sin parar hasta las 2 am.
De a poco, empezaron a aparecer los seres humanos tras esas máquinas de planificar. Apareció Magaly, la chica mapuche de Valdivia que dejó a su hijo de un año y medio en casa esperándola. Eduardo, chillanejo esforzado, que tuvo que demostrarle a su padre que sacar 690 puntos en la PSU (de un total de 850) no era malo, más aun si nunca se preparó para la prueba.
Aparecieron mis alumnos. Historias de malos tratos, de sueños y de luchas por salir de la inercia en la que te mete la pobreza. Cuando empecé a percibir ese tipo de historias, a escucharlas y a verlas, sentí que todo valió la pena. Decidí terminar el maldito encierro de un mes, y ojalá con una sonrisa. Y resultó, a pesar de las ojeras crónicas que me dejó la experiencia.

lunes, 1 de febrero de 2010

Escuela de Verano

El punk de sonrisa tímida



Cristóbal tiene 16 años y cursará por segunda vez el segundo medio. Su técnica de supervivencia en el colegio es copiar. No pasa piola: ya ha sido expulsado de un liceo y en el que está actualmente ya fue suspendido por poner una bomba de ruido en el basurero. "No fue terrorismo, tía, fue puro hueveo", me aseguró hace un par de días, cuando me contaba su historia.



Hace tres semanas, Cristóbal era un extraño para mi. Un extraño de temer: vestido de punk y con corte de pelo mohicano, se divertía dibujando símbolos nazis en las pruebas.



No se bien qué pasó. Un día Cristóbal tuvo un ataque de risa incontrolable y la profesora Estefany, mi compañera de Lenguaje, lo sacó al pasillo. Le dijo "Hagamos un compromiso: si mañana llegas a las 8.30 con un libro para leer conmigo, entenderé que estás comprometido". Cristóbal no sólo llegó ese día, sino todo el resto del curso de tres semanas, con un libro bajo el brazo. Fue uno de los tres alumnos que nunca faltó a clases.



Al final del curso de tres semanas, no podía entener mi ceguera al verlo como una amenaza. Menos aun cuando sonreía: tenía una mirada como de pajarito, y una sonrisa tímida. Le temblaban un poco los labios: parecía haber perdido esa costumbre de reír ante un profesor o incluso ante cualquier adulto.



En una de las clases, los alumnos debieron escribir en un post-it cuáles eran sus metas para el resto del año. Cristóbal escribió: "Quiero pasar de curso con promedio 6..... y quiero irme luego a almorzar porque tengo hambre!" Algo es algo, pensé.


El último día de clases, Cristóbal estaba sentado en la orilla de la cancha donde el resto de sus compañeros jugaban la última pichanga de la escuela de verano. Me senté a su lado. Conversamos de cualquier cosa. Luego de tres semanas, dos perfectos desconocidos son capaces de hablar de trivialidades como el fútbol y los programas de televisión, eso no es extraño. Sin embargo, pasado el momento de frivolidad, empezó a contarme de su vida, de cómo sobrevivir en un barrio asediado por el narcotráfico, de las veces que lo habían asaltado. Cuando comenzó su relato, vi en sus ojos una mirada de adulto, casi diría que de anciano resignado y conocedor de la vida. De la vida que le tocó. Y yo me convertí en una niña que no sabe nada de lo que pasa allá afuera.

Llegó el bus que recogía cada tarde a los estudiantes. Nos despedimos. "Que te vaya bien, mucha suerte, espero que nos veamos". No nos veremos más.

Del baúl de los recuerdos



Una de las tantas realidades que se viven en el sistema educativo chileno. Crónica escrita el 2007, pero igual de vigente.




PROGRAMAS DE REESCOLARIZACIÓN PARA NIÑOS EN RIESGO SOCIAL
Los estudiantes que nadie quiere



Despectivamente se les conoce como “escuelas basurero”. Reciben a todos los alumnos expulsados de colegios más tradicionales. Sus profesores, además de pasar las materias, deben reconstruir la dignidad de los niños y jóvenes que están fuera de los sistemas formales de enseñanza.


La Nación
Katerinne Pavez

El colegio Emaús de Maipú podría ser como cualquier otro. Pertenece a la municipalidad y recibe una subvención por sus alumnos.
La diferencia es que atiende a 68 niños y jóvenes, entre séptimo básico y cuarto medio, que han sido expulsados de todos los demás establecimientos. Problemas de delincuencia, drogas, embarazo precoz o mala conducta “crónica” los hicieron caer en un sistema escolar que los acoge también emocionalmente. Son niños que provienen de familias “donde los maltratan mucho, están abandonados, tienen muy baja autoestima”, señala Iris San Juan, la directora del escuela Emaús.

El establecimiento fue creado el año 2002, pero fue reconocido el 2004, y sólo el séptimo y octavo. Durante los primeros dos años la situación era muy distinta a la actual: el lugar estaba siempre rayado y sucio, los jóvenes se escapaban y provocaban disturbios en las afueras del establecimiento, los vecinos se sentían amenazados. El Colegio Emaús es en realidad una casa remodelada, que está en medio de un sector residencial. Por esto, han tenido que luchar contra la estigmatización de la que son objeto por parte de los vecinos, los que incluso han pedido que se cierre o se traslade.
Iris San Juan reconoce que costó mucho que el colegio funcionara como tal, y no como casa de acogida. Porque a la discriminación que sufrían los niños, se agregaba que estos no estaban acostumbrados a respetar a los adultos, “los veían como enemigos”.
A estas escuelas, incluso en círculos académicos, se las conoce como “escuelas basurero”: se hacen cargo de todo aquel que es rechazado en otras instancias de enseñanza.
Es difícil saber cuántas de ellas funcionan de manera formal. Esto, porque su existencia depende de si el municipio está interesado en recuperar a estos jóvenes, invirtiendo dinero de otros lados. Porque con tan pocos alumnos y con tantas necesidades especiales, el financiamiento por subvención no alcanza. Sin embargo, se sabe que son iniciativas aisladas, ya que el Mineduc fomenta programas fuera del ámbito formal de enseñanza (ver recuadro).

Difícil reinserción

“Una vez, llevamos a una niña de vuelta al colegio donde estaba, para que pudiera seguir sus estudios normalmente. Pero cuando entramos, una profesora le dijo ‘Y tú, ¿Vienes de nuevo a robar?’ Con ese tipo de violencia hacia ellos, es muy difícil reinsertarlos en escuelas más grandes” relata Iris.

Es algo con lo que concuerda Magali Catalán, directora del Programa de Desarrollo Humano de la Universidad Diego Portales. Ella trabajó en un programa de reescolarización en La Legua y sólo tiene recuerdos positivos de esa experiencia. Muchos niños y jóvenes pudieron certificar estudios, mediante la rendición de exámenes libres. Sin embargo, dice que el sistema formal no está preparado para hacerse cargo de esta realidad. “Nuestro esquema de enseñanza formal está basado en una disciplina estricta y en la selección de los mejores. Mientras esto sea así, no hay espacio para estos niños. Además, al ser menores vulnerables, son más caros de educar “No sé si una escuela normal pueda tener un equipo multidisciplinario a cargo de un grupo de menores con problemas”. Magali cree que el problema de fondo es que el sistema educativo no está diseñado para hacerse cargo de los niños que no encajan. Y que por esto, existe la necesidad de lugares especiales. Además, estos niños cargan con una hoja de antecedentes que atemoriza y predispone a los profesores.

Algo que en Maipú saben. “Nos cuesta reinsertar a los niños en la misma comuna. Pero en otras, hemos tenido éxito. Tenemos dos estudiantes de gastronomía, algunos han ido a la universidad, otros han formado su familia y tienen buenos trabajos”, sostiene con orgullo Iris San Juan. Ella y sus profesores apuestan a conseguir logros educativos, aún en los casos más adversos. Todo, porque dicen que ninguno de ellos sale igual que como entró. “No se sacan puros sietes, pero obtienen dignidad”, dice Iris.