Eran los ochenta y no había forma de avisarle a la familia que la lancha pesquera casi se parte en dos, pero que estamos todos vivos. En una isla, con poca gente y pocos materiales para reparar el desperfecto, los meses pasaron y la familia lo dio por muerto. Pero Rafael, acostumbrado al mar y sus mañas, volvió a los dos meses a su casa. Y no lo hizo solo. Volvió con los ojos llenos de atardeceres brillantes y con una idea luminosa: "Nos vamos para allá", le dijo a Dalva. Y ella aceptó.
De eso ya pasaron 20 años y hoy viven en una casita a la orilla del mar en Tenaún. Este es un pueblo que tiene todo lo necesario para sobrevivir: Bosques donde recoger castañas, mareas bajas para salir a mariscar, casas con calefacción a leña, mate a la hora que a uno se le ocurra, vecinos amables que te convidan chicha, un bar, una escuela, la iglesia y el cementerio. Y silencio las veces que sea necesario.
En febrero pasado estuve allí. Llegué de casualidad, buscando un lugar lejano donde pasar unos días perdida del mundo. El camino desde Castro a Tenaún es difícil y demora unas dos horas, pero en un buen auto se logra. Si no, existen micros dos veces al día que si bien dejan los riñones a la altura de la garganta son una opción para observar mejor el paisaje y sus habitantes. O para que ellos te observen a ti, que es lo más probable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario