No puedo parar el llanto. Será que me duele haber abandonado a esos chiquillos que todos abandonan. A ellos, que están acostumbrados a que todos les fallen. Yo les fallé, una más en la lista.
Qué más da.
Ha pasado más de un mes desde que decidí no continuar con esta aventura y extraño a mis malandrines. Extraño incluso el sacrificio de levantarme a las seis de la mañana, hacer clases con un frío de mierda, aguantar los gritos, las peleas en la sala de clases, tratar de enseñar algo a las tres de la tarde. Es raro. Será que la memoria es selectiva o que debí esperar un poco antes de salirme.
No tengo todavía una reflexión sobre esto. Sólo se que nunca antes en la vida había sentido que mi trabajo diario, de hormiguita, estaba haciendo una diferencia. Y eso cambia todas mis miradas hacia el futuro.
Quizás se me quite algún día. Pero todo trabajo que pueda hacer de aquí en adelante me parece inútil, superficial, mínimo. Porque mientras yo escribo sobre los árboles, Nicolás A. no tiene dónde dormir. Y mientras yo me tomo todas las mañanas un café caliente, Arturo M. trata de no llegar a sus clases drogado. Cuando yo me meto a la ducha caliente, Nicolás L. intenta lavarse algo entre medio de las once personas que viven con él y que quieren ocupar el baño. Y debe huir de un tío que le mira raro y se le acerca. Una realidad que es posible imaginar, pero que cuando la ves en los ojos de un niño, te cambia la vida. Te conmueve y te hace sentir culpable de vivir en una sociedad que lo permite.
No digo que sea para todos la misión de ser profesores, o involucrarse con estos chiquillos. Pero es hora de despertar, de decir algo ante la injusticia, de entender que nosotros, los que tenemos acceso a leer en este blog, a navegar por internet, a opinar, podemos decir algo por ellos.
Es lo que espero que suceda.
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