jueves, 19 de agosto de 2010

Buenos aires

Atravesando la avenida 9 de julio, esa misma que los argentinos dicen que es la más ancha del mundo, me detuve para hacer una foto del obelisco. En realidad, nunca me ha entusiasmado mucho el obelisco, pero me dejé llevar por la euforia turística del lugar. De repente, un chico de unos 17 años se me acerca con cara amenanzante y hablando entre dientes me dice "pasáme la cámara, tengo una pistola, pasáme la cámara". Yo, muerta de miedo, le dije que no. Estábamos en la mitad de la avenida y miré el semáforo y los autos que esperaban el verde. Iba a cambiar y él también se dio cuenta. Sonrió como desubicado y me dijo, "no, era mentira, dame una moneda". Como el semáforo seguía amenazando, se fue corriendo. Yo caminé hasta la mitad del bandejón y me quedé un rato esperando que se me pasaran los nervios con unos chicos que hacían malabares en las esquinas.

Después de ese incidente, miré de nuevo la 9 de julio. No había visto a todos esos chicos que se instalan en el bandejón central y están acostados sobre cartones mientras esperan a ver qué cae. Son muchos, difíciles de contar y seguir porque pronto se paran y empiezan a deambular por las esquinas o cruzan rápido la calle siguiendo a alguien.

Al tomar el subte para volver a casa -luego de que el "pibe chorro" me diera el gran susto no quería seguir turisteando- vi a niños de cuatro o cinco años, sucios, con los mocos colgando y peleándose por pasar a los pasajeros cualquier baratija que se pueda vender. La madre de dos niñas pequeñas pide dinero con otro bebé en brazos y las dos chicas recogen cualquier basura del suelo que parezca algo valioso. "Salí, guacha de mierda" le dice la más grande a la pequeña, de escasos cinco años, cuando ésta le disputa un papel.

Luego, un chiquito morocho vende un set de agujas. Parece que anda solo. Tras él, otra chica trata de que los pasajeros tomemos el papel en el que pide dinero.
Por un par de días, había olvidado que existían. Un par de días de descanso y de vacaciones, paseando feliz por la capital de un país vecino.

De repente, el triste espectáculo de la pobreza se hace visible, precisamente cuando me afecta. ¿Cuántos chicos como el que me amenazó en la calle duermen y viven sus propias pesadillas todos los días? Mis sentimientos pasaron del miedo inicial por el robo, a la vergüenza de pertenecer a "los otros", aquellos que vivimos cómodamente en nuestras casas calefaccionadas, gozamos las virtudes de un sistema desigual y no pensamos en la pobreza más que cuando vemos las campañas del Hogar de Cristo.

¿Qué hacer? Por ahora, sólo reflexionar y seguir entendiendo este mundo en el que nos toca estar. Y no olvidarse de que lo compartimos con todos. Incluso, con el pibe chorro que intentó llevarse mi cámara en la 9 de julio.

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