Después de ese incidente, miré de nuevo la 9 de julio. No había visto a todos esos chicos que se instalan en el bandejón central y están acostados sobre cartones mientras esperan a ver qué cae. Son muchos, difíciles de contar y seguir porque pronto se paran y empiezan a deambular por las esquinas o cruzan rápido la calle siguiendo a alguien.
Al tomar el subte para volver a casa -luego de que el "pibe chorro" me diera el gran susto no quería seguir turisteando- vi a niños de cuatro o cinco años, sucios, con los mocos colgando y peleándose por pasar a los pasajeros cualquier baratija que se pueda vender. La madre de dos niñas pequeñas pide dinero con otro bebé en brazos y las dos chicas recogen cualquier basura del suelo que parezca algo valioso. "Salí, guacha de mierda" le dice la más grande a la pequeña, de escasos cinco años, cuando ésta le disputa un papel.
Luego, un chiquito morocho vende un set de agujas. Parece que anda solo. Tras él, otra chica trata de que los pasajeros tomemos el papel en el que pide dinero.
Por un par de días, había olvidado que existían. Un par de días de descanso y de vacaciones, paseando feliz por la capital de un país vecino.
De repente, el triste espectáculo de la pobreza se hace visible, precisamente cuando me afecta. ¿Cuántos chicos como el que me amenazó en la calle duermen y viven sus propias pesadillas todos los días? Mis sentimientos pasaron del miedo inicial por el robo, a la vergüenza de pertenecer a "los otros", aquellos que vivimos cómodamente en nuestras casas calefaccionadas, gozamos las virtudes de un sistema desigual y no pensamos en la pobreza más que cuando vemos las campañas del Hogar de Cristo.
¿Qué hacer? Por ahora, sólo reflexionar y seguir entendiendo este mundo en el que nos toca estar. Y no olvidarse de que lo compartimos con todos. Incluso, con el pibe chorro que intentó llevarse mi cámara en la 9 de julio.
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